JOHN PILGER
Los pasillos del parlamento australiano son tan blancos que
uno tiene que entrecerrar los ojos al mirarlos. El ambiente es silencioso, el
olor que desprende es de abrillantador. Los suelos de parqué brillan tanto que
parece que reflejen caricaturas de los retratos de los primeros ministros y las
filas de pinturas aborígenes, suspendidas en las blancas paredes, cuyas
lágrimas y sangre no son visibles.
El parlamento se encuentra en Barton, un suburbio de Canberra
cuyo nombre rememora al primer ministro de Australia, Edmund Barton, redactor
de la Política Blanca
de Australia en 1901. “La doctrina de la igualdad del hombre”, dijo entonces
Barton, “nunca fue pensada para” aquellos que no fueran británicos ni de piel
blanca.
La preocupación de Barton provenía más bien de los chinos,
conocidos como el Peligro Amarillo; nunca mencionó la presencia más antigua y
perdurable de la tierra: los primeros australianos. Para él éstos no existían.
Su cuidado sofisticado de la áspera tierra no detentaba interés alguno. Su
épica resistencia nunca había ocurrido. En 1838, el Sydney
Monitor dijo sobre los que
habían combatido a los invasores británicos de Australia: “Estaba determinado
que se exterminara por completo la raza de negros en aquel lugar”. Hoy,
los supervivientes de aquella guerra son un secreto nacional vergonzante.
La ciudad de Wilcannia, en Nueva Gales del Sur, resulta
doblemente conocida. Es la ganadora del premio nacional Tidy Town (ciudad pulcra)
y sus habitantes indígenas tienen una de las esperanzas de vida más bajas que
se ha registrado. Por lo general, mueren a los 35 años. El gobierno cubano está
llevando a cabo un programa de alfabetización con ellos, de igual manera que
hace con los más pobres de África. Según el informe sobre la distribución de
riqueza global Credit Suisse Global Wealth,
Australia es la región más rica del planeta.
Los políticos de Canberra se encuentran entre los ciudadanos
más acaudalados. Sus donaciones endógenas son legendarias. El año pasado, la
entonces ministra de asuntos indígenas, Jenny Macklin, reformó su oficina a
costa de 331.144 dólares para los contribuyentes.
Hace poco, Macklin reivindicó que, cuando estaba en el
gobierno, había marcado una "gran diferencia". Es cierto. Durante su
ejercicio, el número de aborígenes que vivían en chabolas creció en casi una
tercera parte y más de la mitad del dinero empleado en proyectos de viviendas
para aborígenes se la embolsaron los contratistas blancos y la burocracia de
quienes ella era en gran medida responsable. Hoy, una vivienda típicamente
ruinosa en las zonas despobladas donde habitan las comunidades indígenas da
cobijo a hasta 25 personas. Los servicios sanitarios tardan años en llegar a
las familias, muchas a cargo de ancianos o discapacitados.
En el 2009, el profesor James Anaya, respetado relator de las
Naciones Unidas sobre derechos de los pueblos indígenas, describió como racista
el "estado de emergencia" que había despojado a las comunidades
indígenas de sus ya endebles derechos y servicios bajo el pretexto de que entre
ellos se encontraba un número "inconcebible" de bandas pedófilas –una
acusación que la policía y la Comisión Australiana del Crimen desmintieron.
Entonces el portavoz de la oposición de asuntos indígenas,
Tony Abbott, le espetó a Anaya, "ocúpate de tus asuntos" y no
"escuches únicamente a la vieja brigada de las víctimas".
Abbott es hoy el primer ministro de Australia.
He conducido hasta el corazón rojo de Australia central y
preguntado yo mismo a la
Dra. Janelle Trees sobre la "vieja brigada de las
víctimas". Trees es una médico de cabecera cuyos pacientes indígenas viven
a pocos kilómetros de diversos centros vacacionales que cuestan 1.000 dólares
la noche, en la formación rocosa de Uluru (Ayers Rock). Ella dijo,
"sabemos que hay asbestos en las viviendas de los aborígenes y [al
gobierno] no le importa en absoluto que uno de ellos inhale una fibra de
asbestos y desarrolle un mesotelioma pulmonar. Los niños contraen infecciones
crónicas y acaban sumándose a las increíbles estadísticas de indígenas que
mueren por enfermedades renales, batiendo además récords mundiales de
enfermedades reumáticas cardíacas, y no se hace absolutamente nada. Cuando veo
esto me pregunto: ¿por qué no se actúa? La malnutrición es un mal común. Una
vez quise dar a una paciente un anti-inflamatorio por una infección que podía
haberse evitado si las condiciones de vida fueran mejores, pero no pude
tratarla porque no tenía suficiente comida para llenar su estómago y no podía
injerir las tabletas. A veces me siento como si estuviera tratando a mis
pacientes en condiciones similares a las de la clase obrera inglesa a
principios de la revolución industrial".
En Canberra, en las oficinas ministeriales que exhiben arte
aborigen, los políticos expresaron repetidamente lo “orgullosos” que estaban de
lo que “hemos hecho por los indígenas australianos”. Cuando pregunté a Warren
Snowdon —ministro de sanidad indígena en el gobierno laborista, recientemente
substituido por la coalición conservadora de Abbott— por qué después de casi un
cuarto de siglo representando a los australianos más pobres y enfermos no había
llegado a una solución, éste respondió, “vaya pregunta más tonta. Vaya pregunta
más pueril”.
Al final de la calle Anzac Parade en Canberra, se erige el
Memorial de la Guerra
Nacional de Australia, cuyo historiador, Henry Reynolds,
denomina el "centro sagrado del nacionalismo blanco". Me denegaron el
permiso para filmar en este enorme espacio público. Cometí el grave error de
expresar mi interés en las guerras de frontera en las que los negros
australianos combatieron la invasión británica sin armas de fuego, pero con
gran ingenio y coraje –arquetipo de la "tradición Anzac". Pese
a su importancia, en un país plagado de cenotafios, ni uno solo conmemora a
aquellos que cayeron en la resistencia frente a "una de las mayores
expropiaciones de tierra en la historia de la humanidad", escribió
Reynolds en su libro más conocidoForgotten
War (La Guerra Olvidada ).
Mataron a más aborígenes australianos que nativos americanos en las
guerras de frontera americanas y que maorís en Nueva Zelanda. El estado de
Queensland se convirtió en un verdadero matadero. Un pueblo entero fue hecho
prisionero de guerra en su propio país, mientras los colonos llamaban al
exterminio. La industria ganadera prosperó empleando hombres indígenas
prácticamente como trabajadores esclavos. La industria minera hoy en día
obtiene beneficios de miles de millones de dólares a la semana en tierras
indígenas.
Obviar estas verdades y venerar el papel servil de Australia
en las guerras coloniales de Gran Bretaña ha cobrado hoy en día casi el estatus
de culto en Canberra. Reynolds y las pocas personas que lo cuestionan han
sufrido calumnias abusivas. Consideran a los excepcionales aborígenes de
Australia sus Untermenschen. Al entrar en el
Memorial de la Guerra
Nacional , uno puede ver rostros de indígenas representados
por gárgolas de piedra junto a canguros, reptiles, pájaros y otras formas de
"vida salvaje autóctona".
Cuando comencé a rodar sobre esta Australia secreta hace 30
años, había en marcha una campaña global contra el apartheid en Sudáfrica. Como
ya había realizado un reportaje en Sudáfrica, quedé impresionado por las
similitudes de la supremacía blanca y la docilidad y actitud defensiva de los
liberales. Ningún oprobio internacional, ningún boicot, había alterado la
epidermis de la Australia
"privilegiada". Hoy se puede ver a los guardas de seguridad de los
centros comerciales expulsar a los aborígenes en Alice Springs; si se recorre
la corta distancia que hay entre los suburbios de Cromwell Terrace y el
campamento de Whitegate, se ven las chabolas de hojalata que no disponen de luz
ni de agua. Eso es apartheid, o lo que Reynolds llama "un rumor en
nuestros corazones".
(La película
de John Pilger Utopia sobre
Australia se verá en
los cines a partir del 15 de noviembre y en la Televisión Independiente
en diciembre. En Australia se verá en enero).
John
Pilger, nacido en 1939 en Australia, es uno de los
más prestigiosos documentalistas y corresponsales de guerra del mundo
anglosajón. Particularmente renombrados son sus trabajos sobre Vietnam,
Birmania y Timor, además de los realizados sobre Camboya, como Year Zero: The Silent Death of Cambodia y Cambodia: The Betrayal
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